jueves, 23 de enero de 2025

Cenital

Hace un tiempo, leyendo una novela, me topé con una de tantas palabras desconocidas para mí; curioso, procedí a buscarla. Cenital.

Aprendí su significado y mi mente esbozó una especie de espiral formada de libros engranados unos con otros, de diferentes tamaños y colores, que desprendían un aura que envolvía toda la bruna atmósfera en que se encontraba. Cada libro ansiaba por revelarme sus secretos, sus historias y sus sueños, a través de murmullos que percibía en la lejanía.

Ni siquiera sabía en qué dirección iba; simplemente, caminaba desnudo por aquel infinito de letras buscando mi sino; deteniéndome para obsequiar a mis ojos la fruición con que mi cuerpo disfrutaba al contacto de páginas abiertas, de tintas en relieve, siguiendo sus trazos con la yema de mis dedos, que transportaban mi ser a caminar sobre ellas, mirar hacia arriba y descubrir un universo de autores y títulos.

Y allí, diminuto y extraviado en aquel laberinto de grabados que se erigía ante mí, quedé fugazmente cegado por un claror que se aproximaba: dos libros conformando las hojas de una puerta. Una indicaba la salida; la otra, la permanencia eterna en ese firmamento. Abrí el lomo de uno de ellos y…

… y aparecí en una nada, blanca como la luz de una estrella, en la que el único punto visible era yo. Caminaba sobre ella sin aparentes signos de vida a mi alrededor, cuyo único sonido que escuchaba era el latido de mi corazón. Recorría aquel lugar insólito y vacío.

Desconozco el tiempo que estuve allí recorriendo la nada, dando vueltas, yendo de un lugar a otro sin hallar un camino salvo el que mis pies creaban a su paso. Y cuando estuve a punto de caer extenuado, percibí un leve movimiento bajo mis pies, en la tierra; como si aquella nada estuviera dentro de una burbuja en la que yo deambulaba.

La burbuja se estremeció y sentí que se rompía, pero nada sucedía a mi alrededor; mi percepción estaba engañada y traicionaba el resto de mis sentidos, poniéndome en un estado de alerta absoluto.

Miré en derredor y todo permanecía estático, calmado. Giré sobre mí, dando vueltas y escudriñando con la mirada en busca de cualquier indicio de algo que no encajara, que no fuera de allí, pero sólo había esa gran nada, ni un ápice de la espiral ni del laberinto que no sé cuánto ha dejé atrás.

Derrotado y sin más ánimo que el de seguir respirando, me dejé caer en el suelo. Y me tumbé, con la mirada fija hacia arriba. Volví a sentir otra sacudida y me levanté súbitamente, buscando algo sin saber el qué; alguna cosa que me permitiera salir de allí.

Pero seguía preso de aquella nada y volví a caer, de rodillas, golpeando el suelo con mis puños y suplicando hasta sentir abrasión en las cuerdas vocales, hasta sentir calambres por todos mis músculos, hasta desgarrarme la piel de los puños y sangrar sobre esa nada.

Observé las salpicaduras de mi sangre y emití un aullido cuyo eco se desvaneció en un abrir y cerrar de ojos. Me tumbé sobre el suelo y con el índice de mi mano izquierda, dibujé rayas y puntos con mi sangre, trazos rectos y curvilíneos sin sentido. Y mis ojos se cerraron.

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