Leí el anuncio pegado en una farola y pensé que, si mi matrimonio estaba acabado, al menos podría “restaurarme” yo.
Tras dos meses de trazos con el lápiz y el gramil, de cortes con formón y de embotarme la cabeza con otras acepciones que jamás usaría en mi vida y que no tenían cabida, por tanto, en mi memoria, lo único que saqué positivo del curso fue la amistad con los compañeros, en especial, con Lucas.
Lucas se convirtió en ese amigo que necesitaba; era mi apoyo y mi confesor. Y sentía gran admiración por él pues era como si me conociera de toda la vida. Era mi Narciso encarnado en otra persona. Su carácter, su personalidad…, me elevaba a lo más alto. Deseaba ser como él, pensar como él, sentir como él. A veces, incluso, pensé que era mi hermano gemelo; una parte de mí sesgada y arrebatada al nacer. Éramos como las dos caras de una misma moneda, el sino el uno para el otro. Lucas era, simplemente, Lucas.
Un fin de semana en que mi marido viajaba por motivos de trabajo —solía volver el domingo muy tarde—, quedé con Lucas. Fuimos al cine y a cenar. El restaurante estaba a las afueras de la ciudad y decidimos ir en taxi. Tenía una decoración algo taimada para mi gusto. Era de esos restaurantes que tienes que reservar con varios meses de antelación. Le pregunté si ya había estado ahí y me respondió que una vez cada tres o cuatro meses solía cenar, sin compañía.
—¿Tú solo? —exclamé estupefacta.
Me admitió que parecía una locura, pero reconoció que ese lugar, el tipo de gente que lo frecuentaba y el estar alejado del centro le permitían ser él mismo.
—Y al ser un habitual, te dan ciertas “facilidades” para reservar —zanjó.
Parecía estar huyendo de algo, pero jamás se lo pregunté.
La velada transcurrió como cualquier otro momento compartido con él; yo estaba en una nube y él —quiero pensar— se sentía igual. No es que estuviera enamorada, pero me sentía muy arraigada a él; me sentía conectada.
Decidimos volver caminando. Cruzamos por la presa y observamos la rivera afluyente hasta donde se perdía nuestra vista. Las risas y las miradas coquetas marcaban el ritmo de la noche. Mi corazón galopaba intrépido y una sensación inescrutable de placer emergía desde él. En otras palabras, me sentía eufórica.
Y mis movimientos se volvieron torpes y erráticos. Había perdido toda la seguridad de la que siempre me he jactado, por culpa de una mirada de sus melosos iris. Caminaba con la mirada hacia el suelo, escuchando cada detalle de sus palabras. Su voz me transmitía calma y me regresaba a mi nube, raptada a voluntad por unas manos que me alejaban de toda mi realidad.
Llegamos al portal de mi casa y le invité a subir. Dudó. Me dijo que no quería romper la magia de nuestra relación, que si subía se podría joder todo y no quería ser un adiós más en mi vida. Le tomé de las manos —era la primera vez que le notaba nervioso— y lo calmé. Subimos en el ascensor sin mediar palabra; le miraba de soslayo y parecía otro.
Un extraño. Salimos del ascensor y saqué las llaves del bolso, pero la puerta se abrió brusca. Mi marido estaba esperándome. Me sorprendí y mi cara expresó un desconcierto no disimulado. Miré a Lucas y entendió mi gesto. Se despidió rápido, pero mi marido le detuvo y le propinó, sin mediar palabra alguna, un puñetazo en la cara que le hizo tambalear.
Lucas no reaccionó y, a pesar de estar en mejor forma física que mi marido, no mostró ningún interés por devolver el golpe. Entendí que lo hizo por mí, por no crearme más problemas de los que él no tenía ninguna culpa. Y se fue sin despedirse. Me quedé mirándolo hasta que noté cómo mi marido me arrastraba a la fuerza a dentro de casa.
«¿Así pretendes arreglar lo nuestro?», preguntó colérico.
—¿Lo nuestro? ¿Qué nuestro? —respondí firme—. Nuestro matrimonio hace tiempo que dejó de existir. Ya no sé qué siento hacia ti. Tú estás todo el día inmerso en tu trabajo y ni siquiera me dedicas una sonrisa tierna, una mirada o una caricia. Nos hemos convertido en dos extraños bajo un mismo techo. ¿Qué “nuestro” quieres arreglar?.
No hubo respuesta, tan solo otro de esos silencios que reinaban en aquella casa que antaño consideré mi hogar.
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