jueves, 23 de enero de 2025

SILENCIO ATRONADOR


El repiqueteo de las primeras gotas acompañado de destellos intermitentes de los relámpagos al otro lado de las paredes del habitáculo en que se encontraba anunciaba tormenta, pero no sería tan leve como emitieron los informativos de la noche anterior.

Miró el reloj y restaban dos horas para el cierre. Suspiró y deseó que la tormenta fuera pasajera. Había pensado en regresar a casa caminando, disfrutando del aroma que desprendían las plantas en ese clima primaveral.

Aún le quedaba, al menos, otra hora intensa para terminar de colocar el almacén. El gerente entró de sopetón, sin llamar a la puerta, indicándole que debía salir a relevar a su compañera, pues se había ausentado repentinamente. Hizo una mueca y murmuró entre dientes. —Date prisa, que no tengo todo el día—, ordenó el gerente con engreimiento.

Se limpió las manos con un paño y salió a escape. Avistó un barullo de personas apelotonadas en la única caja disponible. El local disponía de dos cajas más que solo se abrían en días especiales de ofertas; en ese momento, se utilizaban como reposo de mercancías y paquetes pendientes de portar a domicilio.

Mostró una cálida sonrisa, como siempre hacía, a la clientela y tomó su asiento. La mayoría de las personas no le quitaba el ojo de encima, a pesar de ser habituales. Ignorando ser el centro de miradas descaradas, procedió a pasar los artículos por la cinta y a introducirlos en la bolsa. Una niña pequeña lanzó un grito cuando llegó a su altura y se escondió detrás de su madre, manteniendo su mirada de refilón.

—Cariño, es de mala educación mirar fijamente a las personas; pueden sentirse ofendidas —explicó su madre regañando a la niña, haciéndose notar para los oídos del resto—. Le ruego que la disculpe. No respondió. Se limitó a hacer un gesto comprensivo hacia la señora, que rondaría su misma edad. Cuando hubo acabado de meter la compra en las bolsas, tendió una piruleta a la niña, que seguía observando con la cabeza un poco agachada e ignoró ese gesto. La madre añadió un «gracias» afectuoso y se lo dio a su hijita, que esbozó una sonrisa en su boca mientras desenvolvía apresurada el plástico del dulce.

La cola de clientes se fue disipando pausadamente. Una señora mayor se coló delante de unos jóvenes que estaban más pendientes de mirar las piernas y el generoso escote de dos chicas unos metros más atrás. Cuando se percataron de lo ocurrido, comenzaron a soltar improperios sobre la educación y costumbre de los mayores de meterse siempre en el primer hueco que ven. La anciana alegó que, al estar parados y no avanzar, no les debía de llegar suficiente riego sanguíneo a las piernas, pues estaría obstruido en otras diminutas zonas de sus cuerpos, y aprovechó para pasar delante. Hubo de intervenir otro hombre mayor para amansar a las “fierecillas”.

El resto de la jornada transcurrió con serena normalidad. En cuanto cerró su caja, el gerente se aproximó y lanzó de mala manera las llaves sobre la cinta, indicando con un gesto que candase la puerta, mientras salía de la tienda.

Asió las llaves y se encaminó a cerrar la puerta tras él. Después, recorrió la tienda y comprobó que no quedaba nadie; esa tarea la hacía su encargado, pero más de una vez se había encontrado a alguien escondido tras una columna, ángulo ciego donde las cámaras de vigilancia no llegaban, atiborrándose a dulces o lo que le viniera en gana. Se dirigió a la puerta trasera y, echando un último vistazo, apagó las luces.

Salió a la calle; la tormenta había amainado. Había bajado la temperatura y el aire fresco que envolvía la atmósfera era muy relajante. Se planteó esperar el autobús en la parada que quedaba a pocos metros de allí. Cuando la avistó, observó al grupo de jóvenes de la tienda y a las dos féminas soportando sus obscenidades, y decidió darse la vuelta y regresar caminando, aun sabiendo que tendría que dar un buen rodeo.

Las calles estaban prácticamente desiertas y agradeció al cielo dicha consideración. La lluvia había obligado a mucha gente a refugiarse en portales o cafés, dejando una imagen solitaria y de abandono del barrio. Apretó el paso, por si la tormenta volvía, mirando en derredor, con ojo avizor.

Treinta minutos después, estaba recorriendo el rellano de su edificio. Subió las escaleras hasta su piso, en la tercera planta. Jamás subía en ascensor y apenas recordaba la última vez que lo hizo. Abrió la puerta de su casa y cerró tras de sí. Intuía que su vecino estaría observando a través de la mirilla —siempre lo hacía— desde la penumbra. Dejó las llaves sobre la consola, se quitó las zapatillas y se puso otras de andar por casa.

Pese a que su piso era pequeño, albergaba toda la comodidad y paz que necesitaba. El corto recibidor daba, por un lado, a una cocina diminuta, con una nevera de tres pies, un fogón de gas junto a un modesto fregadero y una ventanita por donde entraba la tenue luz de un patio interior; por otro, a un mediano salón con una cama plegable, una pequeña mesa cuadrada y dos estanterías adornadas con fotos de paisajes, libros y revistas de salud y ciencia. Al fondo del salón, junto a la ventana, la puerta del servicio. Y, tras la puerta de la entrada, un armario desmontable.

Abrió la nevera y sacó dos porciones de pizza de la noche anterior. Se sentó en la cama y dejó el plato en la mesa, donde había una botella de agua. Bebió un sorbo y miró hacia la estantería, fijando sus ojos en la imagen de un paraje rocoso, salpicado por la corriente de un río que parecía estático y sin vida. Permitió a sus ojos perderse en esa imagen y, dejando la pizza en el plato, se reclinó sobre la cama hasta que se durmió.

Una luz cegadora se adentraba en el salón, haciendo suya todo cuanto se cruzaba en su camino. Abrió los ojos sintiendo que la temperatura de su piel aumentaba ligeramente. Se encontraba en la misma postura que el día anterior y se incorporó con molestias en piernas y espalda. Se acercó a la ventana pensando en que ya iba siendo hora de poner cortinas.

Alzó la vista y miró el parque que asomaba tras el edificio de enfrente. Recogió la mesa y ordenó la casa. Después, se aseó y se puso un chándal azul. Cogió una de las revistas de la estantería, la introdujo en su mochila, que siempre portaba consigo, y salió del piso.

Su vecino, que salía en ese momento de su domicilio, se quedó parado en cuanto se cruzaron. Igual que con los clientes del supermercado, se mostró sonriente y desapareció escaleras abajo sin articular palabra. 

El sol que inundaba la calle cegó sus ojos instantáneamente; esperó a recuperar la visión y se encaminó hacia el parque. Buscó un banco junto a la fuente, su banco. Se sentó sin más dilación y abrió la revista, centrando sus oídos en el sonido del agua de la fuente.

Tres horas después, casi a las dos de la tarde, se levantó y se marchó. Compró dos cuadernos y cinco bolígrafos en el quiosco de la entrada y tornó a su piso. Las gentes del barrio eran conscientes de su presencia, mas evitaban contacto alguno; «personas así deberían estar en otro sitio y no en barrios decentes como este». Insultos, comentarios negativos e, incluso, alguna agresión eran frecuentes.

Llegó al portal, abrió y tomó las escaleras. Dejó las llaves sobre la consola, se quitó las zapatillas y se calzó las de casa. Se preparó arroz blanco y huevos con beicon y se fue al salón. Se sentó en la cama mientras comía. Al término, recogió y se tumbó, mirando al techo. «Otro domingo más», pensó.

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